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Polis y cacos (¡Qué pereza los gimnasios!)

El gimnasio

Nada representa mejor a un polideportivo que la condena a trabajos forzados de su gimnasio, un espacio irracional y grosero que quita las ganas de vivir.

Acero pa los barcos
Dejando aparte la estresante piscina y los delirios musicales que salen de la sala de spinning, nada representa mejor a un polideportivo que la condena a trabajos forzados de su gimnasio, un espacio irracional y grosero que quita las ganas de vivir. Capítulo 12 de “Qué pereza todo”. Recuperemos la desgana después del verano.

Makinavaja lo dijo bien clarito: “A partir de los cualenta, hay que empesar a cuidalse”.

En realidad, el atracador lo expresó con su cinismo de superviviente, pero el aforismo, pronunciado sobre el sagrado mostrador del bar El Pirata, me había perseguido desde mi desangelada adolescencia. Así que cuando cumplí los 47 y ya no pude seguir ignorando la evidente decadencia de mi brío, saqué de la cartera mi tarjeta ciudadana y me acerqué al polideportivo (el poli, como dicen los parroquianos) con desconocida convicción. Saludé al funcionario de la entrada, superé el torno sin apenas hacerme daño y me planté por primera vez en mi vida delante de la puerta de un gimnasio. Allí me tomé unos segundos, y después respiré hondo (primer error: en un gimnasio no conviene respirar hondo, por más oxígeno que demande tu organismo, salvo que lleves una pomada de forense bajo la nariz) y entré decidido en un mundo paralelo aunque municipal.

Más vale maña que fuerza

Más vale maña, ya…

Me acerqué a un tipo que estaba sentado detrás de una especie de mostrador. Con su aspecto cansado, su metro setenta escaso y su barriga de señor de treinta años no era precisamente Rafa Mora, pero llevaba un chándal corporativo, y ante eso me cuadré.

– Hola. ¿Qué hago?
– ¿Cómo que qué haces?
– No sé por dónde empezar. Es que me siento un poco fofo -como no me decía nada, me puse nervioso y me dio por hablar -. Ya sabes, como el payaso. La gallina Turuleca. ¿No te suena? ¿Cómo están ustedes? Bieeeeeen.

El tipo, que bien no estaba, no, me miró como si llevara dos siglos encerrado en el gimnasio. Se puso de pie, cogió una fotocopia de un cajón y me hizo en un momento un plan de tonificación para el siguiente mes. Después se volvió a sentar tras el mostrador a seguir entrenando su aburrimiento.

Esfuerzo

Venga, que no se diga // Jordan Whitfield

Yo tomé la fotocopia y me di una vuelta por el gimnasio agarrándome a ella como se agarra uno a una bebida en una fiesta donde no conoce a nadie. El ambiente era húmedo y enrarecido. El zumbido de las máquinas exigidas por el sobrepeso, la luz agotada, la crispación reflejada en los espejos. Choqué de frente con una energía desapacible de culpa y de castigo. Un pequeño infierno de sudores populares y tejidos baratos Dri-Tec.

Vi hombres melancólicos, mujeres tratando de tener otra oportunidad y una mayoría de yonkis del vigor. Cerca de la entrada, una señora que hacía ya tiempo que había dejado atrás el medio siglo forzaba un doloroso estiramiento (doloroso, al menos, de ver). Tal vez esa elongación le estuviera ayudando en algún sentido, pero costaba imaginar en cuál. Un poco más allá, dos decenas de descontentos luchaban contra la realidad, ajenos a nada que no fuera el metro cuadrado que cada uno ocupaba. Había un frenesí animal, grosero, que no atendía a razones. Me sentí como Charlton Heston en «El planeta de los simios».

Gimnasio

Lo de las bicis estáticas no va a ninguna parte // Martin Barak

En todo polideportivo hay un ejercicio imprescindible: la suspensión de la incredulidad. Tú no puedes tumbarte en una colchoneta a hacer unos abdominales al lado de un tío sudado que bufa como si estuviera follando con alguien invisible si no consigues reducir al mínimo la conciencia de la situación. Imposible. Necesitas salir de ti mismo, trascender el plano físico, dejar solo a tu cuerpo para que haga sus series aeróbicas mientras tu mente escapa tan lejos como le sea posible. Un poco como hacía Jack London en su celda en «El vagabundo de las estrellas», o como hacemos todos en el autobús, ignorando totalmente al ser humano del asiento de al lado que nos roza los muslos y mira de reojo nuestro Instagram.

Esa proximidad sicológica a la intimidad de desconocidos, a sus muecas de dolor, a sus ruidos de esfuerzo, a sus olores corporales, resultaría intolerable en cualquier otro espacio de la actualidad, fuera del ámbito del sexo grupal. Si te llevaran en una máquina del tiempo a una galera romana o a una trinchera de la guerra del 14, contemplarías espectáculos semejantes. Pero que en el siglo XXI, un poco después de aguantar civilizadamente en el trabajo las bobadas de un cliente, y poco antes de frotarte en la ducha con una esponja «spa sensitive care and soft exfoliation action», aceptes con naturalidad los gruñidos de un garrulo o los gemidos de una señorita a medio metro de ti, no tiene otra explicación que la idiotización voluntaria o la fuerza de la costumbre.

El deporte agota

¿De verdad que esto es sano? // Víctor Freitas

Traté de alejar esos pensamientos y me subí a una cinta de correr. Máximo media hora, ponía en un cartel. Pasé veinte minutos tratando de programarla, así que el esfuerzo fue mínimo y fui a la zona de las máquinas sin apenas desgaste. Repasé el plan de mi entrenador personal y me vine arriba. Si indicaba hacer series de 15 movimientos, yo hacía series de 20. Si indicaba levantar 20 kilos de peso, yo levantaba 30. Fue un no parar durante cuarenta minutos. Pronto empecé a sentirme extrañamente mareado. Me tumbé en un aparato de pectorales a descansar y al rato me animé a hacer un último esfuerzo. Quise levantar la barra, pero mi cuerpo no respondía. Nada. Cero. Ni siquiera podía moverme. Tenía la boca seca, no veía bien, no sudaba. Estaba tieso sobre la tabla acolchada como un bacalao noruego. Poco a poco conseguí incorporarme y me encaminé hacia la salida apoyándome en las paredes, borracho de gimnasia. Todo mi cuerpo estaba acalambrado. No pude ni quitarme las zapatillas y me tumbé otra vez en el banquillo del vestuario a ver si aquel vértigo infinito se me pasaba.

Y allí, entre tufos a bolsa de deporte y champús de oferta, rodeado de hombres peludos pasándose la toalla por la entrepierna, tuve una epifanía. Y entendí que el polideportivo era otra versión del suicidio adulto que te va robando las ganas de todo. Y sentí unas olímpicas ganas de morirme.

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