Una ruta breve pero infalible. Empieza en el bar Akerbeltz de la Parte Vieja de Donostia y termina en Urgulleko Polborina, en el monte que custodia la ciudad y obsequia a sus visitantes con las mejores vistas.
Viernes, 29 de marzo. 20 grados. El sol estalla en un enorme cielo azul y el mar, de colores vivos e intensos, parece un cuadro de Jesús Mari Lazkano. La terraza del bar Akerbeltz (calle Mari, 19) es un buen sitio para disfrutar de un radiante día de primavera. Ubicado en un lateral de la Parte Vieja de San Sebastián, con el puerto a sus pies y el Monte Urgull en lo alto, el Aker ha pasado por distintas manos durante los últimos 25 años.
Desde el verano de 2013 Imanol Basterra se encarga de que no falten ni buena música, ni buenas cervezas, las dos especialidades de la casa. “Trabajamos con marcas locales como Basqueland y Gora, que son unos chicos que acaban de empezar, y luego tiramos mucho para Inglaterra, marcas belgas y alguna cosa de Estados Unidos”. Imanol, que también ejerce de DJ y es miembro del colectivo Reggae Got Soul, suele pinchar música negra (soul, r&b, ska) y ya por la noche rock, indie, britpop… Vamos, de todo un poco, como en botica.
Las escaleras de la terraza del Akerbeltz conducen al Monte Urgull, pero la zona está en obras y han cerrado el paso. “Queda al menos un año para que lo terminen”, se lamenta Imanol. En total hay cuatro caminos que te llevan desde la ciudad hasta la cima, así que decido coger el callejón Gaztelubide, pegado a la sociedad Aitzaki, y emprendo la subida hasta el bar del polvorín. Si no se realizan paradas técnicas, no se tardaría más de 15 minutos. Pero, claro, cuesta resistirse a los encantos de sus miradores. Cada uno ofrece una panorámica distinta. Sigo caminando. Los primeros dos bancos están ocupados por parejas de adolescentes. Tan legendaria es la historia militar de este monte (el Castillo de la Mota que corona la cumbre pertenece al siglo XII) como los escarceos amorosos. Que levante la mano quien no haya usado el comodín Urgull un domingo por la tarde.
Al llegar a la Batería de las Damas, las distracciones se multiplican: me cruzo con un chaval que hace malabares, una cuadrilla escucha hip-hop en un costado, dos amigos trepan por una pared y, oh, qué deliciosa imagen, una pareja de ancianos se besa en la boca. Según cuentan, el nombre viene del viejo periodo militar. Las mujeres iban a una fuente que había por aquí en busca de agua y se sucedían los encuentros con los soldados. Dejo los cañones a mi espalda. Pierdo la orientación. ¿Por dónde era? Ah, sí, ahí está. La señal de CASTILLO va acompañada de una pegatina con la palabra BAR a su lado.
La pista se estrecha. La rampa, empinada, se alterna con varias hileras de escaleras que no se sabe muy bien qué pintan aquí. De pronto, de una de las esquinas de la muralla ondea una bandera pirata. La música suena a lo lejos. El leve murmullo de la gente se pierde entre el viento. Tras atravesar un túnel aparezco en una terraza. Al sol le queda poco tiempo antes de ser engullido por el mar. El ambiente es variado: mucho público local, jóvenes, adultos, algunos turistas avispados… Saco unas fotos solo para dar envidia a mi hermana, que vive en Madrid y, ya lo dice la canción, allí no hay playa.
Urgulleko Polborina no abre durante los cuatro meses de invierno, solo los días de primavera, verano y otoño que no llueve, cuenta Ander, uno de los socios. “Somos cinco amigos de toda la vida que veníamos mucho a Urgull. Fantaseábamos con la idea de coger el chiringuito y darle una vuelta. El bar salió a concurso público en 2017, preparamos un proyecto, cosa que era algo totalmente nuevo para nosotros, y resulta que nos dieron la concesión”.
Una de las batallas que han librado hasta ahora es que el sitio no esté enfocado “exclusivamente” al turismo. Además, estos chicos cuidan el entorno. Separan los residuos en origen y cuelgan frases tipo “déjanos tu sonrisa, por favor, no tus colillas”. En una tabla de surf apoyada sobre la pared del bar han escrito el programa de conciertos. “Intentamos que la oferta musical sea lo más variada posible, desde actuaciones acústicas a DJs de electrónica o gente joven que no tiene muchas oportunidades”, explica Ander.
Los clientes hacen cola para pedir una consumición. La cola se estira como el perrito de la película «Frankenweenie» de Tim Burton. Ander se disculpa y vuelve detrás de la barra para echar una mano a sus compañeros.