Ser del Athletic ha sido hasta ahora una suerte que te toca como te tocan los ojos azules o el talento para la música. Pero parece que vienen tiempos mediocres, y está por ver si los hinchas están preparados para soportarlos después de estos últimos años de falta de reciprocidad e identificación entre ellos y sus representantes, los jugadores.
La mayoría de las personas estamos hechizadas por una descripción. Como no sabemos muy bien a qué nos referimos cuando decimos la palabra «yo», porque en realidad no nos conocemos mucho, recurrimos a frases más o menos objetivas cuando tratamos de definirnos. Decimos: «Yo soy callado». «Soy trabajador». «Soy un amigo leal». «Soy surfista». «Soy vasco». Etc. En algún momento de nuestra vida cogemos todas esas afirmaciones descriptivas y nos montamos con ellas nuestro propio personaje. Y, salvo crisis personal, ya no nos movemos de ahí.
Eso es el bilbainito que todos llevamos dentro. Es decir, el ego.
Ser del Athletic es una de esas afirmaciones que conforman nuestra identidad personal, sobre todo en estos tiempos circunstanciales. Cuando nada perdura y se cambia de trabajo, de pareja y de lugar de residencia con tanta ligereza, es reconfortante contar con algo inmutable como el Athletic. Y para los que vivimos fuera de Bilbao, más todavía. Por supuesto, esto trasciende el fútbol. Y muchos lo sentimos con extraordinaria nitidez al abandonar el viejo San Mamés, porque el estadio se nos había metido dentro. Como dijo Galder Reguera en un artículo de hace unos años: “San Mamés no es cemento, ni hierba, ni arco. San Mamés somos nosotros.”
En realidad, cuesta muy poco ser del Athletic. A pesar de la falta de títulos, está lleno de recompensas poco corrientes: el caso único en el fútbol mundial del L´Equipe. El único equipo perfecto que hizo Dios. Los once aldeanos. La catedral del fútbol. El arco de San Mamés. Siempre en primera. Poza. El himno. Pichichi. Iribar. Aquí hay idiosincrasias extraordinarias que otros clubes matarían por tener. Y, como hincha, si piensas en otros equipos que te podrían haber tocado, te dices, madre mía, qué suerte he tenido. Por apenas kilómetros, podría haber sido del Racing, como un buen amigo que sufre al ver a esos arribistas del Getafe y el Villarreal ocupando su legítimo lugar en primera división. O de la Real, y tener que vivir en un mundo donde ya existe el Athletic. Ser del Athletic es muy fácil, porque te da mucho. Porque viste bien a tu personaje.
Al menos, hasta ahora.
La espantosa temporada de Ziganda ha contaminado también el inicio de la presente, y se ha instalado entre la afición un enorme desconcierto, que casi roza el pánico. Y no me extraña: de 31 partidos de liga en 2018, el Athletic solo ha ganado 6. Sobran los motivos para ser pesimistas.
Las televisiones han igualado artificialmente las cosas y los vecinos nos miran de igual a igual y retienen a sus jugadores e incluso tocan con toda justicia a los nuestros (el Eibar planea una ciudad deportiva en Bizkaia, Osasuna rompe relaciones, la Real disfruta enredando con Remiro y Nolaskoain como un chico que gana a su padre al ajedrez por primera vez). Tenemos un equipo viejo y nuestro mercado es más pequeño que nunca, casi inexistente. Estamos ahogados. Y sin gol.
El Athletic es un ecosistema frágil que ha sobrevivido a estos largos años de odioso fútbol moderno gracias a la extraordinaria fortuna de poder solapar a sus goleadores: Ziganda se fue y, menos mal, apareció Urzaiz. Urzaiz se fue, y buff, qué librada, apareció Llorente. Llorente se fue y, qué suerte, estaba Aduriz a mano. Aduriz, un crack del que hemos disfrutado precisamente gracias a su edad, lleva dos años de prórroga y se ha agotado por fin. Últimamente, vivimos el drama de ver su caricatura en el césped, porque el nueve alternativo es un corredor sin colmillo que cuesta cuatro millones al año, y el nueve alternativo a éste es la nada. Villalibre, Guillermo y Guruzeta son opciones ridículas en comparación a lo que hemos puesto sobre la mesa durante estos últimos años.
Vienen tiempos mediocres y no sé si la afición está preparada para soportarlos. Se me dirá que no puede ser peor que el bienio negro, pero también dudo de eso. Han pasado once años de aquello. Un mundo. Y, desde entonces, el club se ha debilitado como idea. Hace once años, no se habían ido seis de nuestros mejores futbolistas en un impresionante muestrario de deslealtades (desde la simple ambición deportiva a la dilación egoísta de las negociaciones, o al desapego glacial hacia el club que te ha formado, que culmina en una despedida sin despedida), no habíamos visto jugadores que escupen a sus novias, ni Lamborghinis y Bentleys en el aparcamiento de Lezama, ni esta desagradable sensación de falta de reciprocidad y de identificación entre los representados (los hinchas) y sus representantes (los jugadores).
Algo se ha caído en el Athletic, pero lo ha hecho tan lentamente que no hemos escuchado el ruido. Patxo Unzueta decía que el Athletic tiene los siglos contados, pero yo tengo la sensación de que hemos perdido un poco la fe.
¿Llevaremos bien quedar entre el diez y el quince durante digamos un lustro? ¿Aceptaremos que nos pasen por encima nuestros viejos rivales y que venga a San Mamés cualquier nuevo rico y nos pinte la cara mientras llegan tiempos mejores? No lo sé. No veo al club unido. Veo facciones, disquisiciones sobre la filosofía, asistencias ridículas, repartos de carnés de buen athletizale por parte de los guardianes de las esencias. Pero sobre todo veo que ser del Athletic ha estado íntimamente unido a una descripción reconfortante de nosotros mismos, y que quizás por primera vez ese título nobiliario se puede transformar en una condición precaria, desapacible, anodina, y que el personaje que encarnamos puede pasar de ser el orgulloso miembro de un club único a uno de esos tontos que juegan voluntariamente sin reyes al mus, uno de esos perdedores acérrimos en este mundo de Ronaldos, Botas de Oro y Champions Leagues.
Tal vez estamos delante de una prueba de la profundidad de nuestros principios. O tal vez sea simplemente una mala racha y esta reflexión no sea más que el desahogo de un agorero. Pronto lo veremos.