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Firmas

Morir en la orilla

Qué pereza la playa

La quintaesencia de las vacaciones, la máxima aspiración del veraneante, la playa, es (salvo que estés en un arenal recóndito sin niños), un coñazo

No man's land
En el décimo capítulo de «Qué pereza todo«, valoramos el símbolo máximo del ocio, la quintaesencia de las vacaciones, la máxima aspiración del veraneante corriente: la playa. Adelantamos la conclusión: salvo que estés en un arenal recóndito y no tengas niños pequeños a tu cargo, es un coñazo

Cuando mi primera novia me dejó por una mujer, quise ahogarme en el mar, pero había demasiados surfistas.

La playa ya estaba entonces infestada de esas criaturas territoriales que chapotean agresividad y convierten el mear en el agua en una de las bellas artes, y pensé que aquella miriada de neoprenos de superhéroe y mechas ajadas no iba a permitir el fin sereno y poético que había planeado para mi desgracia. Así que valoré otras alternativas de suicidio y opté por acabar la carrera de Ciencias de la Información.

Efectivamente, el aguachirri de la cafetería, los profesores lobotomizados de marketing y los listillos que traficaban con las fotocopias acabaron con mi alegre juventud, pero no mataron el recelo respecto a los surfistas, a sus musculitos californianos y a su jipismo de solomillo roquefort y tarjetas Kutxabank.

En realidad, no tengo nada especial en su contra. El problema es la saturación. Es igual que con los runners. Unos pocos se pueden asumir y quedan bien en los folletos turísticos. Pero este exceso es un tostón. Se apropian de la playa como si fuera un polideportivo privado y abarrotan el único espacio que quedaba sin abarrotar: el agua. Con ellos dentro, y con los socorristas dando la tabarra en la orilla con sus silbatos de munipa, no queda otra alternativa que la arena, y para eso hay que valer. Y yo no valgo.

La arena. Pongamos la playa de Ondarreta, por ejemplo. Menos surfistas, aquí tenemos el pack completo del coñazo playero: toldos y tolderos, chiringuitos, parque infantil, piscina portátil, alquiler de kayaks, futvóley, megafonía, vigilantes de la playa y cientos de miles de personas que acuden cada día para disfrutar de un ratito de tranquila soledad junto al mar.

Playas

Estas playas son otra cosa. La pena es que no existan

Hoy voy con mis dos hijos pequeños, a pecho descubierto. Voy con una silla Maclaren, un paipo de bodyboarding, una mochila de juguetes de playa y una bolsa grande que incluye toallas, ropa de repuesto, pañales para la pequeña, toallitas húmedas, agua, meriendas, protector solar y un libro que llevo desde 2012 y nunca encuentro el momento de abrir.

Accedo a la playa, me descalzo y, sin desmontar a la pequeña, cojo la silla a pulso y me adentro en territorio pirolítico. No man’s land. El desierto de lo real. Con la silla por delante, no veo dónde piso, apenas hay sitio entre las toallas: mi trayectoria es torpe y errática. Mi hijo mayor arrastra el paipo y golpea con él a todos los que se cuecen al sol. Yo hago como que no le conozco pero después se despista y tengo que gritarle para que no se pierda. Miradas de reconvención. Se cae una zapatilla de la silla, trato de recogerla pero el movimiento no es preciso y se cae la otra. Recojo todo en un escorzo que me va costar una lumbalgia.

Qué pereza la playa

Las playas, en invierno. Y las estaciones de esquí, en verano

A unos treinta metros de travesía, veo grupos de padres de la ikastola. Apenas les conozco de conversaciones triviales a la salida de clase, porque esto es Gipuzkoa y se necesitan veinte años de relación para empezar a intimar. Con el carro a pulso, tengo que elegir: me pongo con ellos, o paso de largo y busco un rincón más íntimo. Ventajas de quedarme: tal vez pueda dejar a mis hijos con la tribu cinco minutos y darme un baño. Desventajas: todas. Tendré que hablar de gilipolleces durante dos horas, aceptar un trozo de melón blandengue que me ofrecerán en un dudoso tupperware, fingir naturalidad cuando los juguetes de mis hijos se mezclen con los de los demás. Aparte de la vergüenza que da estar medio en pelotas, con la madurez adelantada, delante de alguien que te ha visto vestido durante todo el año.

No, estoy mejor solo. Cojo la carta de la miopía (la sacaré si me han visto y me llaman) y sigo adelante. Ser miope en la playa, a pesar de eso, es una lamentable discapacidad. Una vez, en Sopelana, salí del agua, fui hasta la toalla que compartía con la novia que me dejó por una mujer y me senté de espaldas a ella. Sin girarme, le hablé de los guiris confiados y de las corrientes del Cantábrico. Al rato, como no me decía nada, me giré y descubrí a una guiri con la boca abierta y la mirada aterrorizada porque un tipo mojado se había sentado a su vera.

Llego a la meta, como un náufrago. Quito ropa. Doblo ropa. Pongo cremas. Doy agua. Sueno mocos. Mis hijos automáticamente salen en direcciones opuestas. Me quedo con la pequeña, porque le he quitado el pañal y se ha convertido en una transportista de mercancías peligrosas. Se va hacia el Pico del Loro y allí protagoniza un nuevo Fukushima. Entre que me dice que tiene cacas y se caga encima pasan dos nanosegundos. Una deposición de gran danés en mitad del pasillo de piedra. Hora punta de paseantes. No tengo bolsa. A cuarenta metros de la papelera más cercana. El mundo entero es un enigma. Trato de recoger la caca con las manos, pero está medio mojada y se me escurre entre los dedos. El problema se esparce. Pierdo el control de la situación. La mitad de la gente pisa sin darse cuenta las cosas de mi hija. Opto por quitar lo gordo, dejarlo medio líquido sobre una roca y salir pitando.

Playa

Aquí sucedió el vertido incontrolado. Un desastre ecológico.

Busco a mi otro hijo. Les visto a ambos tan rápido como puedo y abandono la playa. He estado veinte minutos en total.

Qué pronto venís, se extraña mi mujer. Ni te ha dado el sol, me dice a mí. Estás muy blanco

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