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20 años fingiendo ser una planta de interior

Una planta de interior

Todo lo que empieza tiene un final. La Gran Pereza me reclama de nuevo y regreso con gusto hacia la inacción. Capítulo 14 y último. Hasta otra.

Y a mí, ¿quién me riega? // Scott Webb
Todo lo que empieza tiene un final. La Gran Pereza me reclama de nuevo y regreso con gusto hacia la inacción y la inercia nerviosa de la que salí hace poco más de un año para escribir estos artículos. Antes, nos quitaremos las últimas caretas, que ya empezaban a aburrir. Capítulo 14 y último de “Qué pereza todo”. Hasta otra

Llevo más de un año fingiendo en esta web que la vida me parece más o menos bien. Catorce artículos con éste en los que me hago el gracioso, el lúcido, el resabiado o el cínico, pero en los que también parezco bastante integrado y convencido de lo que pienso. Un tío que dice tener pereza sobre un montón de cosas, pero que escribe 1000 palabras sobre cada una de ellas una vez al mes. Es otra gran impostura: no solo aparento ser cosas que no soy en las empresas donde me gano la vida, sino que también aquí, en BI FM, me someto voluntariamente al juicio o a la indiferencia de los demás bajo los protectores disfraces de la solidez, la inteligencia y la rareza.

Una de las dos simulaciones tiene que acabar.

No seas bobo

Alejandro, ¡no me seas! // Design Ecologist

Llevo 20 años subsistiendo en todo tipo de oficinas, asfixiado por ordenadores, fluorescentes y servidores electrónicos, dejándome manosear por la ignorancia atrevida y la violencia de sala de reuniones de la mayoría de los clientes que pagan mis servicios, volviéndome un poco más débil cada día por falta de aire puro, luz natural y belleza, incubando, probablemente, una enfermedad fatal.

He sido un emboscado toda mi vida. Me he visto rodeado por entusiastas que lideran proyectos que me importan poco o nada o por soldaditos del sistema que parecen aceptar su agotamiento prematuro y su hastío con más docilidad que yo. Como si no tuviera suficiente con la propia conciencia de mi derrota, ellos me hacen de espejo. Les veo (me veo) como engranajes de algo tan grande que no pueden ver, como máquinas reproductivas que anhelan continuamente hacer algo, lo que sea, hechizados por el ciclo de ganar y gastar dinero, obsesionados por disfrutar a tope de su tiempo libre como un mecanismo de liberación que en realidad no puede funcionar.

Descanso en la oficina

Porque me lo impide esta barandilla, que si no… // Yogi Atmo

Paso ocho horas seguidas sentado en una silla giratoria diseñada según principios ergonómicos de la que me levanto solo para ir a mear, como un niño bueno. He acabado medio ciego por no apartar la mirada de la pantalla para transmitir implicación, y medio sordo por los auriculares que utilizo a todo volumen para aislarme de un entorno hostil. He estado en oficinas donde los auriculares estaban prohibidos precisamente por esa razón: para que nadie escape. He estado en oficinas donde no se podía reír, como en “El nombre de la rosa”. He estado en oficinas donde había una cruenta batalla aérea por el dominio del aire acondicionado. He estado en oficinas donde una compañera sentada a medio metro de mí me enviaba un mail para hacerme la corrección de un texto. He estado en oficinas donde los baños estaban cerrados con llave y había que coger el mismo llavero infecto que otros, durante años, habían dejado después de aliviarse. He estado en oficinas que parecían tanatorios, en los bajos de un edificio y con las cortinas bajadas todo el día para que no se vieran los ordenadores desde la calle. He estado en oficinas donde una perra histérica, mascota de los dueños, te daba unos sustos de muerte al ladrar de repente a otros perros que pasaban por la acera. He sobrevivido a todas, pero he pagado un precio abusivo. Y no siento que haya tenido elección.

Reloj de pared

Reloj, detén tu camino // Gades Photography

Ocho horas así, durante 20 años. Ocho horas, si es que no te piden más. En una reunión eterna a la que he asistido decenas de veces a lo largo de estos años, diferentes personas me han pedido ilusión, responsabilidad y excelencia (como si la excelencia estuviera al alcance del hombre común, como si no fuera el nombre pomposo que se le da al capricho o al prejuicio de quien enarbola precisamente esa bandera, como si no fuera una coartada de los que tienen poder para someter a los que no lo tienen bajo una apariencia de profesionalidad), me piden entrega a una causa que no he elegido, que cumpla unos compromisos que han firmado otros pero que al parecer me comprometen a mí.

Una vez más, recuerdo esa frase genial cuyo autor he olvidado: «Si puedes ser, sé, y si no, revienta resolviendo asuntos de otros».

Soy un salmón que se ha colado sin querer en una piscifactoría. Soy un preso acompañado en su celda por un ratón de ordenador. Soy una estatua viviente que se hace pasar por un peatón. Soy una mala hierba fingiendo ser una planta de interior.

Traje y corbata

En Guantánamo son naranjas // Hunters Race

Me gustaría detener este avance en círculos que se parece tanto a la locura y que me deja a veces angustiado y vacío. Esta puta tensión generada por personas que son incapaces de entender que somos gotas de agua en un océano de nada, y que todo esto es casi siempre profunda, intensa y lamentablemente ridículo. Pero la única forma que encuentro de hacerlo es escribir. Y durante este último año, escribir sobre la pereza.

Sin embargo, el calmante ha dejado de hacer efecto y se ha convertido en otra obligación más. En otra ficción en la que me he visto enrolado. Así que ha llegado la hora del recogimiento. Y como el trabajo no lo puedo dejar, pero esto sí, me protejo de la intemperie y me retiro a pasar el invierno en alguna parte de mi mente donde no tenga que esforzarme en tener opinión y ser alguien, y donde no haya nadie más que yo, y donde haga un poco de calorcito, si puede ser, por favor.

Ha sido un placer. En serio.

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