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Zoorionak (canse, canse, canse, la Marimorena)

Ho, Ho, Ho

Que la felicidad premeditada y la concordia insustancial de la Navidad caiga una vez más sin piedad sobre personas inocentes. “Qué pereza todo», cap. 3

Sentimentalidad, entremeses y regalos
Que la felicidad premeditada y la concordia insustancial de la Navidad caiga una vez más sin piedad sobre personas inocentes. Tercer capítulo de “Qué pereza todo”. Un análisis superficial y de andar por casa sobre el acontecimiento insensato, agotador y bestial que ya tenemos encima

Venga, va, empiezo con una reflexión de mercadillo: la pereza aísla. No atender a la interminable oferta de sensaciones y nuevas experiencias que te ofrece el escaparate en el que se ha convertido el mundo te convierte en un triste y en una especie de pervertido con el que no conviene relacionarse. Quiero decir que si dices en público que te aburre la playa, que la Azoka de Durango es un coñazo o que al BBK Live no vas ni aunque te paguen 500 euros, lo normal es que te miren como a un limaco o a una camiseta olvidada en un vestuario. Con desconfianza de barrio chino. Con ostensible repelús.

Sin embargo, hay ocasiones en las que los indolentes son legión, y uno se siente un poco más acompañado en su pequeño episodio de exclusión social. La Navidad sería un buen ejemplo de ese mal de muchos, porque aunque los creyentes siguen siendo mayoría, cada vez son más quienes rompen el hechizo y se declaran hartos del turrón blando que dura abierto hasta mayo, del árbol de plexiglás en mitad del pasillo y del entusiasta con la cara embetunada haciéndose pasar por el Rey Baltasar.

Así que asumiré de forma excepcional mi papel de portavoz y diré que la Navidad es como la visita a un zoológico: un trance anual, caro, tedioso e insoportablemente artificial, con bichos encerrados y apiñados en minúsculos ecosistemas de pega, niños de todas las edades fingiendo que aceptan situaciones de atrezzo y una interminable y agotadora parodia de la vida familiar.

De repente, seres humanos corrientes se convierten en especímenes de la fauna salvaje, con un claro predominio de aves zancudas, pequeños ponis, monos aulladores y elefantes en cacharrerías. Como es inevitable ante la visión de toda jaula, hay una sensación inicial de pena por los que ya no están y todo eso, pero enseguida somos arrollados por el festival de sentimentalidad, entremeses y regalos. ¿Hay algo más exasperante que «El tamborilero» cantado por Raphael? ¿Hay algo más grimoso que un belén viviente? ¿Hay algo más absurdo que un matasuegras en la boca de un hombre que odia secretamente al cuñado que tiene sentado al lado? ¿Hay algo más irreal que una zambomba y unas serpentinas para celebrar que estamos un año más cerca de la nada?

Navidad

¡A disfrutar como bestias!

Pero no me voy a poner demasiado dramático, porque, en realidad, de todas las cosas que me dan pereza la Navidad es la más chistosa. Como soy creativo publicitario, me toca hacer felicitaciones fraternales de empresa y calendarios corporativos desde septiembre, y ahí, amigos, me descojono vivo. Esos buenos deseos de los bancos, esos mensajes pseudoprofundos de las empresas con responsabilidad social, esas frases melosas de la industria tecnológica que llegan en forma de tarjeta o de spot las escribe un cínico como yo y las aprueba un estresado o estresada de marketing que solo piensa en quitarse esa mierda de encima para irse a esquiar a Formigal.

He redactado toda clase de cursilerías sobre el amor, la felicidad y la prosperidad. ¿Qué coño es la prosperidad? Próspero año nuevo. Lo he escrito decenas de veces y no tengo ni idea de lo que significa. Puede que consista en dejar de ser un falso autónomo y conseguir un contrato decente. O que te vaya de lujo y te pires a Indonesia a vivir como un vasco por el mundo que no volverá a recibir ni a mandar en su vida una tarjeta que desee próspero año nuevo a los demás. Pero no creo. Yo diría que es una frase vacía, como las de los villancicos o las del discurso del rey. Yo me remendaba yo me remendé. Ande, ande, ande, la Marimorena. A toda España: son momentos difíciles, pero los superaremos, porque creemos en nuestro país y nos sentimos orgullosos. Y así.

Y que conste que he intentado cambiar mi mentalidad: tener un pensamiento positivo, dejarme llevar por la alegría de estas fiestas tan entrañables, recuperar el niño que llevo dentro. No lo he conseguido. Hace dos años, mi familia, en un alarde de inconsciencia, alquiló una casa rural para pasar el incidente todos juntos. Doce fieras encerradas en una casa bajo el crudo invierno navarro. Una casa sin dueño ni liderazgo, sin plan de fuga y sin posibilidad de nominar. Críos pesados y egoístas. Bebés llorando todo el santo día. Amamas que no entienden esa costumbre moderna de no rebozar la merluza. Telecinco a todo volumen. ¿Qué hacemos hoy? No sé, lo que queráis. ¿Qué hacemos mañana? No sé, lo que queráis. Manías. Prejuicios. Críticas. Condenas. Enfados. Portazos. Rencores en el aperitivo. Viejas batallas a los postres. Faltó un asesinato para montar una partida real de Cluedo. Ha sido mi hermana Amaia, en el comedor, con el candelabro. Y al final, claro, bebes más que los peces en el río y acabas alcoholizado. En fin, una experiencia extrema que no reforzó precisamente mi vínculo con estas fechas ni mi deseo de paz en el mundo.

Pero no hagáis mucho caso a este aguafiestas. Probablemente estoy rechazando lo que deseo. Y además, bien pensado, la Navidad acaba en lo más alto con el roscón con nata. Y eso lo compensa todo. Adelante, seguid con vuestra pantomima y disfrutad como bestias. Zoorionak.

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