BIFM
Firmas

Telesilla, ¿dígame?

Qué pereza la nieve

Cuarto capítulo de “Qué pereza todo”. Una historia de desamor sobre la nieve, y también sobre el esquí. Por Alejandro Fernández Aldasoro

Unas vistas preciosas
Madrugar como un monje trapense, chupar colas y frío y pagar un pastizal al albur de que haya viento, niebla o mala nieve, por no hablar del viaje interminable y de las caídas peligrosas de autoestima. Cuarto capítulo de “Qué pereza todo”. Una historia de desamor sobre la nieve, y también sobre el esquí

Una lata de sardinas, por ejemplo. Tratad de verla con ojos inocentes, como si fuera la primera vez. ¿Cabe una cosa más repugnante? No se me ocurre. ¿Y qué me podéis decir de unos niños de nueve años cantando con gran sentimiento «Gloria a dios en las alturas» en el coro de la escuela? ¿Os parece normal? Porque a mí me da escalofríos.

No sé a vosotros, pero me deja perplejo la naturalidad con la que se asumen situaciones demenciales por la fuerza de la costumbre. También se acepta lo inaceptable por conveniencia. Esas cosas que todos hacemos para conseguir algo a cambio. Fue precisamente uno de esos fingimientos lo que me llevó por primera vez a una estación de esquí con treinta años. Os lo explico. Si te gusta mucho una chica del trabajo, y se organiza una salida de compañeros a la nieve, y ella va, pues, oye, tú vas. Eso lo entiende cualquiera. Si hubieran ido a una ceremonia de cofrades de la alubia tolosarra o a un festival internacional de títeres, habría ido también. Joder, habría ido a una tomatina o la presentación de un libro sobre el conflicto vasco de ser necesario. Pero el caso es que planearon ir a Astún. ¿A Astún? A Astún. Pues nada, a Astún.

Un esquiador en la nieve

El infierno blanco

Y entonces se inicia la antología del disparate, vista desde fuera, porque a los aficionados todo les parece lo más normal del mundo. Como levantarse a las cuatro de la mañana y meterse en un coche con la calefacción a tope y un traje de Pesca Radical prestado: uno de esos aparatosos monos de nailon con tirantes que hace fru-fru al caminar. Es un viaje eterno, entre conversaciones espirituosas de pasadas hazañas sobre la nieve y luces de frenado de otros coches ansiosos. Tu amada va en otro coche. La has visto un rato sobre la acera. Tenía el pelo recogido en una coleta alpina y un traje de esquiar a medida de su belleza. No como el tuyo, que te está corto de piernas y de tiro, se te ven los calcetines y pareces un Cachuli del espacio. No sabes esquiar, haces fru-fru al moverte y te entra aire helado por las pantorrillas: impresionarla va a estar difícil.

Parada técnica a desayunar. El descanso forma parte de la tradición y no tiene que ver con la calidad del servicio. Es como el encabezado de la diversión. Los preliminares de una pasión por el esquí que tú estás muy lejos de sentir. El aparcamiento rebosa de prendas fosforitas y la barra del bar rebosa de tazas usadas que los camareros no tienen tiempo de retirar. Colas para pedir un café y en el baño: resulta complejo operar con los tirantes y las cremalleras termoselladas. El miembro está encogido por el frío, el miedo y la opresión textil. Apenas te meas encima del traje prestado.

Las colas siguen en Astún: aparcar, sacar el forfait y alquilar botas y tabla. Elijo snow, porque ella hace snow. Es más intuitivo, me asegura con una mirada lánguida. A intuición no me gana nadie, así que me enfrento confiado al argentino que se dedica al reparto de material. Resulta que soy goofy, o algo así. Voy al revés de lo normal, con el pie derecho por delante. Al revés, mal asunto. Pruebo en las inmediaciones de la estación. Estoy solo. Los expertos de la oficina se han aburrido de mí y se han ido a las cumbres. Ella, también. Es muy desconcertante tratar de avanzar con los pies atados. Mi cerebro no puede aceptarlo del mismo modo que no acepta que vuele un avión, así que me caigo con una reiteración abusiva. El snow es intuitivo y yo intuyo que no es lo mío. Pero, de repente, aprendo a frenar. Hostia, ya sé frenar, luego ya sé hacer snow. Estoy listo para coger el telesilla.

Estación de esquí

El trayecto hacia la pérdida de la dignidad // Nathalie Gouzee

El telesilla es un artilugio despiadado. Una bestia mecánica, como las de Mazinger Z. Un método fordista en un entorno natural. La máquina pone el ritmo y el ser humano tiene que adaptarse o morir. Me siento como Chaplin en Tiempos modernos, pero en vez de una llave de apriete llevo una tabla pulida de metro y medio. Se acerca mi turno. Estoy histérico. Otro argentino me obliga a llevar la tabla atada al menos a un pie. ¿En serio? Buff. El telesilla de cuatro plazas me hace la cucharita y me recoge con sorprendente suavidad. Ya estamos. De momento, todo va bien. Pero subiendo me doy cuenta de que me ha tocado la parte interna del asiento. Es decir, que cuando alcancemos la cota máxima, el telesilla girará hacia mi posición y tendré que salir rápidamente de la trayectoria con un pie atado en una tabla de metro y medio y un traje que hace fru-fru. Pánico. Comento mi preocupación con el esquiador de al lado. Al parecer, está concentrado en un récord personal de descenso y pasa de mí.

Y llegamos. Una combinación de niebla y aguanieve va a complicar la maniobra, pero estoy convencido de que lo haré bien. He leído mucha autoayuda. Hago una salida que me parece airosa pero que se revela sin recorrido. Caigo en una posición indescifrable y de imposible autogestión. El telesilla se detiene. Otro argentino me ayuda a levantarme y me dice algo que no entiendo en mitad de la ventisca. Me pongo de pie con una enorme dignidad, como si lo hubiera hecho adrede, y enfilo la bajada.

Tardo dos horas en bajar y un minuto en irme a la cafetería a reflexionar sobre mis tácticas amatorias. Me duele todo. No vuelvo a esquiar en la vida. Qué pereza, por dios.

A no ser, claro, que me vuelva a enamorar.

Arriba