Quinto capítulo de «Qué pereza todo«. Donde los años de convivencia, la falta de espontaneidad y de ambición y el aburrimiento de la media tabla han erosionado el amor incondicional que sentía por mi club y me han ido quitando las ganas de más. ¿Podremos arreglar lo nuestro?
Ven, siéntate, por favor. Hace tiempo que quería decirte algunas cosas, pero no me atrevía. No sé muy bien por dónde empezar. Llevamos juntos más de 30 años. Pocas cosas duran ya tanto tiempo. La gente cambia de trabajo, de casa, de pareja. Sin embargo, había un hecho que permanecía inmutable, y éramos tú y yo.
Estuve en la misma localidad del viejo San Mamés desde los diez años hasta los cuarenta. Era la localidad de mi padre, que me la cedió en una ceremonia como de mafia rusa en Londres. Allí me hice mayor, sin un techo que me librara de la lluvia, sin títulos, sin una sola condición. Allí me senté con pantalón corto y me levanté con canas, allí me cambió la voz con la que gritaba los goles y me aumentaron el cinismo y las dioptrías. Desde aquella localidad, lo vi todo.
En las primeras temporadas, entraba con el carné de cuero de mi padre, con su Atlético de Bilbao en la portada y su foto en blanco y negro. Yo no tenía dinero para pagar suplemento, así que cada partido iba al estadio una hora antes sin saber si podría entrar o no. Me ponía delante de las puertas y observaba a los txapelgorris. Buscaba al más distraído, aquel que picaba el número sin fijarse en nada más. Lo elegía, y luego esperaba cuarenta minutos, con un gran dolor de tripas, a que llegara el grueso de la afición y el portero no tuviera tiempo de reparar en el crío de la cola con un carné de mayor. Y por eso desde entonces he tenido la costumbre de ir muy pronto a San Mamés y cada vez que he entrado, incluso ahora, he sentido invariablemente una mezcla de alivio y felicidad.
Hace una semana, fui al Museo. Fue como abrir un álbum de fotos familiar. Todos esos jugadores que había olvidado, todas esas temporadas solapadas en mi memoria, anodinas, iguales como fotocopias: media tabla, balones colgados y a empujar. Años de nada. De futbolistas llanos y entrenadores de la casa prometiendo más trabajo para mejorar resultados. De resúmenes televisivos plomizos que te avergonzabas de ver. De declaraciones de Barrio Sésamo, de árbitro la hora y de el fútbol es así. Y también años bárbaros. El gol de Cuco al Newcastle, el de Yeste al Zaragoza y el tercero de Muniain al United. Del Nido, cómeme el rabo. Luis Fernández toreando con una ikurriña la mediocridad y un chaval toreando con una bandera del Athletic a media docena de maderos.
Hemos sido felices juntos. Pero ha ido desapareciendo esa emoción. Seguro que te has dado cuenta. Creo que has cambiado. Te has plastificado, te has vuelto finolis y europeo. Nada de banderas, nada de goteras, nada de niños pequeños sin entrada sobre las piernas de su aita. Te han domesticado los tiempos modernos. Camisetas oficiales a 90 euros. Zonas VIP preferentes y vacías, y un sector supuestamente salvaje en un rincón en el que los irreductibles cantan “txoria nuen maite”, como chicos formales e integrados. A veces, el estadio nuevo me parece un aeropuerto.
¿Cuándo perdimos aquellos quince minutos de abordaje en los que pasábamos por la piedra a cualquiera? ¿Cuándo empezamos a hacer cálculos de cada cosa? ¿Cuándo nos volvimos tan profesionales? Cuatro dos tres uno. Doble pivote escalonado. Presión alta con coberturas. Picos de forma. Equilibrio defensa-ataque. Rotaciones… Qué aburrimiento. El juego me deja frío y me resulta encorsetado, previsible y banal. Como pintar por numeración. Delante de nosotros, ha crecido un horizonte plano, cartesiano, sin pasión. ¿Dónde estás, Athletic?
Cada vez me da más pereza coger el coche y conducir 200 kilómetros para ir a verte cada partido, como llevo haciendo los últimos veinte años. Tal vez sea yo quien haya cambiado. Tal vez haya empezado también yo a hacer los cálculos sobre lo que me conviene. O quizás sea la ley del rendimiento decreciente, según la cual la repetición de las sensaciones conduce primero al desgaste y después a la misma carencia de sensaciones. La verdad es que me cuesta sentir lo mismo.
No puedo con esa mentalidad pequeña que no te quitas de encima. Me cansan tanto tus silencios estratégicos (que a veces solo transmiten pánico) como tu discurso sobre el compromiso y la fortaleza: es como escuchar a un jefe de sección de El Corte Inglés hablar del barco y del remar todos juntos en la misma dirección. Muermo total. Tampoco ayuda la parcialidad y la incoherencia de la afición: la incapacidad para entender que todos los hinchas del mundo creen que su club es especial, la entrega arrobada a los jugadores, el imaginario ilusorio del Beti Zurekin.
Esa cortedad del entorno me impide disfrutar del autoengaño del fútbol. Pero a pesar de ello, quiero seguir fantaseando contigo. Y quiero una hinchada alegre y adulta (no resabiada e infantil) y una gerencia brutalmente pragmática. Quiero un entrenador medio chiflado y unos futbolistas valientes que jueguen con el corazón en la mano. Volver a observar el fútbol con la mirada inocente de los 10 años. Verme reflejado en el campo. Sentirme orgulloso de ti.
Quiero que hagas vibrar otra vez, Athletic. Porque, desde ahora te lo digo, como esto no cambie, se me van a ir yendo las ganas de estar contigo, y en menos de diez años voy a acabar por no ir a los partidos de entre semana o incluso a las primeras rondas de la Europa League.
Tú verás lo que haces.