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Cacharrímetro #1 (Con la tecnología yo no conecto)

Absorbidos por la tecnología

Inauguramos sección, “Palabro de honor”, con términos raros y malsonantes, inventados y comunes, para seguir cumpliendo con nuestra obligación de quejarnos.

En la nube
Inauguramos sección, “Palabro de honor”, en la que utilizaremos términos raros y malsonantes, inventados y de uso común, para seguir cumpliendo con nuestra obligación de quejarnos, dar fuerza y coraje a los que piensan como nosotros y recordar a los otros que no nos han convencido. Empezamos.

Un enlace y cinco horas de síndrome del turista después, aterrizamos por fin en casa. Con un agotamiento de señor mayor al que las atracciones visitadas no le han restado ni un poco de escepticismo, recorres la terminal con dos maletones de folklórica, dos críos que has fingido no conocer a bordo y una mujer decepcionada por el buffet, las camas blandas, las hamacas de la piscina reservadas de madrugada por los guiris y el incumplimiento en general de las condiciones pactadas con el tour operador. Solo quieres coger el coche y acabar de una puta vez las vacaciones.

En cuanto llegamos al aparcamiento de larga duración, me doy cuenta de que no va a ser tan sencillo. Una fila de viajeros de diez metros de largo acaba delante de una de mis bestias negras: el cacharrímetro. En esta ocasión, se trata de un cajero multifunciones que no funciona. La pantalla parece ir bien, responde a las órdenes, pero el sistema se cuelga al final y el cacharrímetro se traga la tarjeta que permite levantar la barrera y sacar el coche. Junto al artefacto, hay una garita vacía por aquello de la confianza en la eficacia tecnológica y la optimización de recursos por parte de la empresa concesionaria. El cacharrímetro incluye una conexión con algún centro de operaciones en este mismo hemisferio, y los viajeros aprietan con saña el botón, pero no hay nadie al otro lado. Se debe tratar de uno de esos botones placebo, como el de cerrar la puerta en los ascensores, para dar al usuario una ilusión de control. El sol cae a plomo sobre todos nosotros. Mi mujer me mira esperando que tome decisiones. Mis hijos piden caca. La satisfacción está por las nubes en el aeropuerto de Loiu.

Cacharrímetro de colorines //Amy Hirschi

Esta historia se repite en innumerables lugares donde una odiosa máquina ha sustituido a un hombre. Es el imparable progreso, se dice. El big data. El internet de las cosas. La robótica que nos libera de las tareas más ingratas. Ya. Que sí. El futuro lleno de posibilidades. La memez 4.0. Pero yo, de momento, mientras garantizan que toda esa mierda funciona, quiero un señor o señora que me eche gasolina y me evite ir oliendo a taller mecánico todo el viaje, otro que me cobre en el centro comercial y me evite tener que perder 15 minutos descifrando un cacharrímetro de autocobro, y otro en el teléfono cuando tengo un problema con mi conexión ADSL y me evite el ridículo de contar mi vida a un robot. Quiero un tío en esa garita de Loiu con un sueldo digno y la potestad de improvisar una solución. Y si no es así porque es un retraso indigno de la Euskadi que avanza y bla, bla, bla, quiero que al menos no haya un circuito cerrado de televisión para poder dar una justificada hostia a la máquina, doblar la barrera y salir de esta trampa antes de que mis hijos se caguen encima. O estamos en la sociedad del conocimiento o estamos en los ochenta. Hay que elegir.

Soy un reaccionario, un ludita de la sociedad postmoderna, un Homer Simpson que rompe lo que no entiende. Lo que tú quieras. Pero de aquí no me bajo.

Todo ventajas

No me convencen las supuestas ventajas de la tecnología (el mando a distancia me sigue pareciendo el último avance real. Bueno, y el whatshapp también está muy bien, al menos hasta que mi ama se lo instaló. Y Spotify es muy útil para mantener la desconcentración en el trabajo). Estoy rodeado de máquinas que funcionan deficientemente, o que funcionan demasiado bien para nada bueno: todas esas aplicaciones gratuitas en las que yo soy el producto y que me están friendo el cerebro, convirtiéndome en un bulímico de información residual, en un yonki de las respuestas de otros yonkis que esperan la devolución de la dosis, en un mendigo de likes que comprobará cada quince minutos la respuesta a este artículo cuando lo cuelgue en internet.

Temo llegar a una ciudad nueva, no entender el cacharrímetro de la OTA y provocar una cola de impacientes detrás de mí. Temo que mi coche me vuelva a dejar tirado la madrugada de un sábado de agosto en mitad de la Siberia extremeña por un error electrónico. Temo que falle de nuevo el wifi y tenga que llamar a la operadora para que me dé unas instrucciones sobre el router que no entenderé. Siento que las máquinas me rodean, me dominan y me enloquecen como una astilla clavada en mi mente. Vivo en una especie de Domimatrix de la que me propongo escapar.

¿Quién eres tú y qué has hecho con Alexa?

¿Cómo voy a hacerlo? Voy a tomar la pastilla azul. No quiero saber la verdad. Me propongo desengancharme del móvil, leer más novelas de piratas y persuadir a mi mujer de que se ocupe ella de las gestiones tecnológicas y de todos los asuntos en los que intervenga un cacharrímetro. Ah, y una cosa más quiero decir: ¡Alexa, vete a tomar por culo!

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